Hay toda una filosofía inmersa sobre la belleza y el amor hacia las cosas pequeñas y la magia en lo efímero de los momentos, para algunos, simples e insignificantes. Cuando los seres humanos
crecen y se hacen más racionales, cuando se es ferozmente consciente de lo
absurdo de la vida y de la vacuidad del mundo, la acomodada fauna adulta que la
rodea, habita -según algunas apreciaciones- en peceras. "Aparentemente, de vez
en cuando los adultos se toman el tiempo de sentarse a contemplar el desastre
de sus vidas. Entonces se lamentan sin comprender y, como moscas que chocan una
y otra vez contra el mismo cristal, se inquietan, sufren, se consumen, se
afligen y se interrogan sobre el engranaje que los ha conducido allí donde no
querían ir". Su realidad tiene una gran similitud con la de un pececito. En ese
sentido, la pecera podría ser definida como un espacio en el que se está
recluido, protegido y exhibido de forma simultánea y paradójica. Señala como metáfora esa limitada,
pequeña, rutinaria y encapsulada existencia social, que es al mismo tiempo segura,
aislada e interminablemente expuesta a la mirada y al control de los demás.
Es esa cotidianidad tensionada por todo tipo de mandatos, modelos y arquetipos colectivos y sociales que
horroriza. Ser un buen ciudadano, ser una buena madre, ser un buen hijo, ser un buen empleado; ser una
persona moral y políticamente correcta, en un entorno generalmente disfuncional. Hay quien no se resigna a aceptar esa determinación patética y compelida a cumplir el destino 'que está escrito en la frente', lo que sucede de manera inevitable a la gente en su paso a la adultez. Lo
inexorable y previsible, seguro y asegurado, repetitivo y aburrido de la vida que hace sentido común y automatismo.
"Sé que el destino final es
la pecera, pero lo que es cierto es que a la pecera no voy a ir".
Mientras
tanto, constantemente alguien filma la travesía en la búsqueda y construcción del sentido de la vida y de la muerte -ambas circunstancias aparentemente contradictorias- con su pequeña cámara mental, para
dejar documentado lo insulso de la existencia… La suya, la de todos.
LA CUEVA, COMO ANTÍTESIS DE LA PECERA
Hay
quien habita… no en una pecera, más bien su negativo: una cueva. El escondite
perfecto. Tras la fachada de un ente hosco y amargado, puede esconderse una
delicada sensibilidad apasionada. Algunos han armado su diminuto orbe donde
pasan horas y horas en introspección y razonamiento, mientras intentan despistar a los demás. No quieren que
nadie ni siquiera lo imagine. Cultivan el bajo perfil extremo. Ellos se esfuerzan en
la discreción y en producir su propia insignificancia, con la minuciosidad de un
orfebre.
"Por fuera está cubierta de
espinas, es una auténtica fortaleza. Pero pienso que por dentro es tan refinada
como ese animal engañosamente indolente, tremendamente solitario y
terriblemente elegante".
Las personas se esconden todo el tiempo. Tienen varios escondites, pero para la mayoría su cuarto donde gira su secreto universo, es su preferido. La
pecera y la cueva son simétricas y opuestas, casi contrapuntísticas. Las dos igualmente limitadas,
cerradas, protegidas tienen sin embargo potencialidades y tensiones diferentes.
La pecera es vidriera, exposición y espectáculo mientras que la cueva implica escondite, intimidad y silencio. La cueva es, tal vez, el negativo de
la pecera, dado que es -si se permite el oxímoron- una pecera que se oculta a
la mirada. En la pecera, al estar expuestos permanentemente, se
deben cumplir perentoriamente con los estereotipos sociales. En el
escondite, por el momento, se puede desplegar el deseo. En su cueva hacen sus
planes, trazan dibujos y escriben sus máximas filosóficas. Otros leen incansablemente, escuchan Mozart y disfrutan películas japonesas de culto.
Pero el escondite no deja de ser una cárcel: todo lo que protege también aparta de la vida. El escondite, tanto como la pecera, son
buenos lugares para que la vida no te alcance. Buenos espacios de inmunización
donde lo extraño, lo diferente, lo conflictivo, lo contradictorio, lo antagónico,
lo excesivo, lo violento; lo que corrompe o transforma, no tiene lugar.
Espacios donde todo lo exterior que puede contagiar o alterar permanece
detenido en la frontera.
Las
peceras y las cuevas se multiplican en la contemporaneidad. Se trata de
conjurar y exorcizar todo el mal exterior, pero resta decidir qué
hacer con el mal interior. El gran problema de las peceras y de las cuevas
son los propios desechos, el detritus. Un pececito tiene escapadas
semanales al fregadero para cambiarle el agua del habitáculo y que no
se intoxique con sus residuos. ¿De la misma manera se asiste semanalmente a las
sesiones con el psicoanalista? ¿Es una estrategia para mantener la homeostasis
en la cajita de vidrio? ¿Es el psicoanálisis una forma de tratamiento del
detritus, un sistema de desagüe cloacal de la vida? Ello supone una crítica
interesante al psicoanálisis. Si se lleva una década analizándose, consumiendo
ansiolíticos, amando el champán y hablándole a las plantas tres horas por día;
entonces se denuncia el vínculo que puede haber entre esas prácticas: análisis,
ansiolíticos, hablar con las plantas, una vida vacía… ¿Hay algo del análisis
que no funciona? ¿O hay un cierto funcionamiento del análisis que sostiene esa
situación?
Al
respecto, se remata con una frase lapidaria: "El psicoanálisis compite con la
religión por el amor de los sufrimientos que perduran". En algún sentido el
psicoanálisis es lo opuesto a la religión, su convicción desidealizadora suele
estar fuera de discusión. Es ya un lugar común decir que en el diván del
psicoanalista se apaciguan las culpas, se pacifican las pasiones y se desinflan
los ideales. En realidad, podría arriesgarse a pensar que no se trata de
creer en Dios o en Lacan sino de… no creer. Dado que se empareja en cierto
sentido la religión con el psicoanálisis, aquí la definición lacaniana de
religión: "La religión fue pensada para curar a los hombres, es decir, para que
no se den cuenta de lo que no anda". Maravillosa sentencia, sin olvidar, claro,
aquella de Marx: "La religión es el opio de los pueblos". 'Lo que no anda…';
tratemos de dibujar el horizonte de compresión de esta expresión.
En
la pecera las cosas andan, en la cueva -a su manera- también. Ambas son parte
del mundo. El problema es lo in-mundo. "Lo que anda es el mundo, lo real es lo
que no anda". (Lacan) y el análisis trataría de tocar algo de lo real. Con lo
real el psicoanálisis quiere nombrar el sin-sentido, la angustia, el trauma, lo
siniestro, lo Umheimlich, las pulsiones ciegas que desbordan todo esfuerzo de
comprensión, la locura, la perversión, el vacío, lo desplazado, lo negado de lo
simbólico, lo que no tiene lugar en este mundo. No obstante eso siniestro, esas pulsiones, esa angustia, esa
locura, esa perversión no son 'lo otro' de lo humano. Son dificultades,
características. Dificultades graves, pero
dificultades al fin. Son características difíciles de llevar, muy pesadas
algunas, pero no son del otro mundo, no son el abismo final, no son el
infierno tan temido.
Por
otro lado 'lo que no anda' no sólo se manifiesta en forma de angustia, desborde
o locura individual; sino también en la exclusión, la segregación, el racismo, la pobreza,
la dominación, la explotación. Lo expulsado de este mundo, es una multitud de voces disonantes, de
diferencias 'peligrosas', de contradicciones que preferimos no ver. Lo
que no anda es lo que el cerco ideológico ha dejado afuera, lo que la frontera
de la controlada crueldad y la resbaladiza tolerancia moderna ha excluido y
mantenido lejos de lo pensable, lo imaginable, lo deseable. Lo que no anda es la clausura de alternativas a una vida consumida en el consumo, esa vida típicamente contemporánea. Si la religión opera para 'no
darse cuenta de lo que no anda', ¿no opera el psicoanálisis, a veces, en la
misma dirección? ¿No
funciona tantas veces la visita al consultorio como las visitas semanales del pececito al fregadero: para cambiar el agua y que no se intoxique con
sus propios desechos? Limpiar el recipiente no es poco, pero parece
haber una distancia notable.
Si
la modernidad se ha caracterizado por la racionalidad instrumental y por el
individualismo atomístico, el psicoanálisis se ha encargado de apuntar dardos
filosos y certeros contra esa racionalidad instrumental. Si la
pecera y la cueva están definidos por un adentro y un afuera, lo importante en
su planteo es problematizar la existencia misma del adentro y del afuera,
cuestionar la existencia originaria del individuo y su entorno de la persona y
sus dificultades. Es la centralidad del individuo lo cuestionado. Si esto es
así, quizá ya no se trate de esforzarse por estar lo más cómodo posible
adentro (incluyendo la limpieza semanal de la pecera) sino de salir de la
cápsula y del paradigma. Esta orientación entraña entender que el inconsciente no es lo que está en nuestra más íntima
profundidad, sino por el contrario, lo más exterior: el inconsciente está afuera. Se tiene que
tener fe en el individuo para creer que cada uno tiene un inconsciente y que el
inconsciente es propiedad privada del individuo. En realidad nadie tiene un
inconsciente; en todo caso somos tenidos por él. El inconsciente es eso que
todos ven, menos -obviamente- uno/una mismo.
Es
entonces la existencia misma del afuera y del adentro lo que hay que
problematizar y el pez en su pecera, se convierte desde esta perspectiva, en
el protagonista. Hacia el final, el pececito muere, y entonces
va a parar -desechado- al inodoro y, reaparece en otro inodoro, en la planta
baja, vivo y renacido. No hay adentro ni hay afuera ahí. Pasamos de la vida a
la muerte y de la muerte a la vida, de inodoro a inodoro, y de allí de vuelta.
Quien empieza a contar su historia al comienzo, después de muerto sigue contando
sus sutiles y bellos pensamientos frente a una docena de ojos que lo miran muerto.
Quien estaba saliendo de la pecera y del escondite, estaba disponiéndose a
amar.
"Lo importante no es cuándo morimos, lo importante no es si antes o después, sino lo que estamos haciendo en el momento en que nos encuentra la muerte".
"Lo importante no es cuándo morimos, lo importante no es si antes o después, sino lo que estamos haciendo en el momento en que nos encuentra la muerte".
La
alternativa está "entre la pecera y perseguir las estrellas". Podemos pensar
este 'perseguir las estrellas' como una metáfora de amar, sin duda. Encontrar la
salida al sinsentido de la vida no es ajeno al horizonte de comprensión común
psicoanalítico. Sin embargo, es sintomático que no se perciba tan frecuentemente
una alternativa. Podría definirse un
fin de análisis, como el proceso donde se está parcialmente al corriente de que
lo inconsciente nos preexiste y nos constituye. De que somos minúsculos
atolones de conciencia en un océano de inconsciente.
Entonces,
frente a la pregunta: ¿quién cree en el psicoanálisis?, podría responderse que
no se trata de creer… ni de reventar, sino de pensar. No se trata del cielo
prometido ni del infierno tan temido, sino de la implacable y minuciosa, de la
peligrosa y refrescante, de la corrosiva y liberadora labor de la pregunta. No
se trata de poner en juego las cuestiones de la fe, sino de no desistir en la
pregunta del por qué. Dentro y fuera de la pecera, se percibe con mayor nitidez el absurdo cotidiano. Pero lo que no consideraron, es que exceptuando a algunos peces que están hechos para la libertad, hay muchos que literalmente morirían fuera de la pecera.