Ana
Frank fue una niña charlatana, ingeniosa e inteligente. Nació el 12 de junio de
1929 y murió a los 15 años en el campo nazi de Bergen-Belsen, en febrero de
1945. Con nostalgia histórica, se evoca una carta olvidada de Ana. La alemana
inició una relación amistosa a través del contenido de correspondencia, con una niña de un remoto pueblo de Iowa, pero el
nazismo frustró esa amistad de infancia.
Ana
Frank escribió un par de diarios como un desdoblamiento epistolar, con una
confidente inventada para contarle las incidencias cotidianas de dos años de
encierro: sus estados de ánimo, las confusiones de la adolescencia, el
descubrimiento del primer amor; ella y su familia atenazados por el miedo y los
horrores de la guerra, constituyendo así, la fidedigna memoria del Holocausto.
Cuando
su padre regresó de los campos, el único superviviente de la familia, dos
personas que les ayudaron a esconderse -Miep Gies y Bep Voskuijl-, le
entregaron los papeles que habían escamoteado después de la detención, entre
ellos sus dos diarios. Uno fue escrito en forma de cartas para sí misma y otro
con la intención de ser, tal vez, publicado alguna día. Sus últimas anotaciones
fueron el 1 de agosto, tres días antes de la detención. Y 74 años después de su
muerte, se ha convertido en uno de los libros más importantes y leídos del
mundo y en un símbolo del terror del nazismo.
El
arresto de Ana Frank, es uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra
Mundial. La niña judía, testigo del Holocausto, fue detenida el 4 de agosto de
1944 junto a las siete personas con las que se escondía en una casa del 263 de
la calle Prinsengracht, en Ámsterdam. Aunque las certezas sobre lo que ocurrió
esa mañana se acaban prácticamente ahí, las teorías sobre su detención nunca
han dejado de publicarse y multiplicarse. Algunas suposiciones señalan que la
culpable de su arresto fue una mujer, Ans van Dijk, acusada de delatora y ejecutada por
otros casos en 1948. Otras más aducen que no fue una traición, sino la
casualidad.
EL INICIO DE UNA AMISTAD ESCRITA
Ana
Frank vive y muere todos los días. Basta que alguien la nombre, lea o
simplemente se quede mirando su sonrisa adolescente para que la historia se
vuelva una puñalada y traiga a la memoria el horror sin fin de Auschwitz y
Bergen-Belsen. Mil veces contada, su vida es una fuente inagotable para el
recuerdo, pero también para la incertidumbre y la sorpresa. A lo largo de
décadas, no han dejado de aparecer cabos poco conocidos de su corta existencia.
Uno de los más insospechados se oculta en Danville (Iowa). Allí, la alemana
dejó una huella indeleble. Una amistad frustrada en esta localidad de 934
habitantes que no puede dejarse en el olvido. Ésta es su historia.
Finales
de 1939, en Danville. La maestra Birdie Mathews ha contactado con la Escuela
Montessori de Ámsterdam para iniciar el intercambio de correspondencia entre los escolares.
Mujer inquieta y querida en este pueblo agrícola, ofrece a sus alumnos una
lista de nombres. Juanita Wagner, de 10 años, escoge a una chica de su edad. Se
llama Annelies Marie Frank.
Juanita
le escribe una carta sencilla. Cuenta que vive con su madre y su hermana Betty
Ann. Son granjeros. El Misisipi queda cerca y su padre ha muerto.
La
respuesta, en inglés, tiene 294 palabras y está fechada el 29 de abril de 1940.
Un lunes. En ella, Ana Frank ofrece un boceto cándido de su mundo. "Margot y yo
somos los únicos niños de la casa. Nuestra abuela vive con nosotros. Mi padre
tiene una oficina y mi madre está ocupada en casa". En la misiva le pide a
Juanita una foto -"me gustaría saber cómo eres"- y le da la fecha de su
cumpleaños: el 12 de junio. Se despide como 'su amiga holandesa' y le adjunta
una postal de Ámsterdam. "Tengo 800, las colecciono".
En
ningún momento explica que su familia se ha refugiado en Holanda huyendo del
nazismo. Tampoco que es judía ni que ha estallado la Segunda Guerra Mundial. Si
lo ocultó o simplemente no era importante en su pequeño orbe, nunca se sabrá. Y esa
ausencia dota a la epístola de un efecto terrorífico, donde tal vacío vislumbra un
porvenir que aún era pleno y que no conocía la barbarie. Es la carta de una
niña a otra niña. De dos universos donde el día y la noche estaban hechos para
vivir. No para sufrir.
Juanita
contestó emocionada, pero nunca recibió respuesta. En las largas noches de Iowa
se preguntó más de una vez qué habría ocurrido. Y lo ocurrido, luego lo sabría. Lo que aún estremece al mundo.
Doce
días después de enviada la misiva, Hitler invadió Holanda. Los Frank quedaron
otra vez a merced del nazismo. Perdieron su empresa y tuvieron que llevar a las
niñas a un colegio sólo para judíos. Se les prohibió viajar en tranvía, coche y
bicicleta; así como ir al cine, teatros o jardines públicos. No podían hacer
deporte y tenían que lucir la estrella de David. No eran arios, no eran humanos
y cuando en julio de 1942 los nazis llamaron a la hermana mayor Margot para
internarla en un campo de trabajo, el padre decidió ocultar a la familia. Lo
que sucedió después, es bien conocido y lo inmortalizó Ana Frank en sus
diarios.
El
escondite se mantuvo incólume dos años, hasta que el 4 de agosto de 1944, la
Gestapo les descubrió. El destino se abismó. Todos, menos el padre, perecieron.
Ana Frank pasó por Auschwitz y recaló en Bergen-Belsen. Los últimos que la
vieron la recuerdan calva y esquelética, arropada sólo con una manta. En marzo
de 1945, con 15 años, murió de tifus. Apenas un mes después, el campo fue liberado
por los británicos.
Acabada
la guerra, el padre recuperó los diarios y los publicó. La carta, en cambio, se
perdió en el olvido. No fue hasta 1956 cuando Juanita y Betty Ann, al escuchar
en la radio un programa sobre Ana Frank, cayeron en la cuenta de quién les
había escrito. Tras años guardándolas, en 1988 las subastaron. Un comprador
anónimo las adquirió por 165.000 dólares y las donó al Centro Simon Wiesenthal
de Los Ángeles. Allí siguen.
En
la remota Danville, muertas las hermanas Wagner, el recuerdo de la frustrada
amistad entre Juanita y Ana es la conexión con la historia universal. Ahí
donde se cuenta la correspondencia intercambiada y las vidas de las dos niñas y sus mundos,
una representación indubitable y melancólica de los millones de niños que murieron
en el Holocausto.