Como
quien presiente la proximidad de su muerte, el emperador romano Adriano escribió
una carta dirigida como testamento espiritual a su sucesor designado, Marco Aurelio. Cuando comienza a escribir, él es un anciano. A manera de una larga epístola, hace una
introspección de su vida; desnudando su alma Adriano revela su personalidad
contradictoria, su lado estadista visionario, su virtud de más poeta versado de
las artes, su perfil escéptico y; sin embargo, supersticioso, soldado temerario
pero amante de la paz, filósofo mesurado y al mismo tiempo entregado al placer
y la voluptuosidad. El emperador medita y reflexiona hondamente acerca
de sus años de reinado, de sus triunfos militares, del amor, de la amistad, de
la poesía, de la música, del arte, de los viajes, de la paz, de la pasión por
su joven amante Antínoo y del dolor causado por su muerte; todo ello de una
manera consistente, pero no exenta de esa melancolía del mundo antiguo.
Sin
embargo y más allá de estos triunfos, Adriano fue un homosexual declarado,
haciendo pública su relación sentimental con Antínoo; al cual tras fallecer de
forma trágica en plena juventud, elevó al estatus de dios creando todo un culto
entorno a la figura de este amante.
En
Adriano se puede reconocer la intrincada construcción del laberinto humano. Un Emperador
correcto y justo, considerado por sus súbditos como un dios que llora como un
niño por la muerte de su amor.
MARCO HISTÓRICO
En la realidad histórica, Adriano (76-138 d.C.) es
considerado por los historiadores como el más brillante de los emperadores
romanos; caracterizado como un excelente administrador, con gusto refinado y
benevolente. En su vida personal, su
matrimonio se reconoce por los documentos históricos que su relación fue
meramente diplomática y que no tuvo descendencia; también se documenta su
afecto por el joven griego, Antínoo y la tristeza amarga que le produjo su
muerte.
En
esas líneas, escribe acerca de su formación en Filosofía y Letras y su preferencia por la
cultura griega. Muestra a un Adriano ávido en prepararse con disciplina. Tenía curiosidad por las creencias y los ritos
religiosos, sin embargo, termina por alejarse de ellos ya que considera que el
fanatismo puede ser riesgoso para el imperio. Habla sobre sus amoríos, y revela
que sus relaciones con las mujeres son frívolas y no contienen sentimientos
profundos. Aduce que su matrimonio arreglado es una mera formalidad y que nunca
llegará a querer o a relacionarse con su esposa; no obstante, le da el puesto
que merece.
Roma
vivió con Adriano una etapa gloriosa, vagamente opacada por el conflicto con
Judea, que se dice fue un desatino político. Durante el comienzo
de Adriano como emperador pudo vislumbrarse el cambio de estrategia que
instauró, de una expansión física y cruel, a una expansión cultural. Detalla sus políticas frente a los
trabajadores, los esclavos, las mujeres. Adriano se entrega abiertamente a los placeres carnales y espirituales
con la misma intensidad con la que trabaja para Roma. Le atrae la idea de ser tan grande como los
dioses del Olimpo. También habla sobre su deseo de construir y su sentimiento
de responsabilidad ante la belleza del mundo. Entonces el imperio de Adriano estaba en pleno auge.
EL AMOR HOMOSEXUAL DEL EMPERADOR
Con
el imperio pacificado y gozando de apogeo, Adriano encuentra el amor en un
joven bitinio, Antínoo -extraordinariamente atractivo-. Con él llega hasta la cúspide de sus emociones, sin embargo, le teme a la entrega
total que significa amar. Se interesa por la muerte, buscando sectas y ritos
que más que darle una comprensión del misterio lo asustan y molestan. A raíz de las supersticiones y los augurios
el joven Antínoo, que también le teme a su propia vejez, decide sacrificarse
para asegurar el bienestar futuro de su emperador; se suicida ahogándose en el río Nilo. Ante
esta tragedia los sentimientos de Adriano son intensos, siente remordimiento y
una tristeza que marcará su vida. "Todo se venía abajo; todo pareció apagarse.
Derrumbóse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo
quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca". Para compensar la culpa, nombra a Antínoo dios y crea una ciudad en su
nombre, Antinoe; la devoción formal que obtuvo esta nueva deidad, se difundió y tuvo mucha popularidad en el imperio.
Aquí
acaba todo cuanto se sabe de él. No aparece en las crónicas ni en las
inscripciones hasta el mismo momento en que perdió la vida, pero el dolor
inconsolable de Adriano lo elevaría a la categoría de mito.
El
emperador abatido por la tristeza y el comienzo de su enfermedad sigue rigiendo
su imperio y haciendo importantes avances en cuanto al Derecho y la cultura,
pero es en este capítulo donde más se evidencian sus falencias: inflinge
castigos crueles, manda a matar a sus enemigos y se equivoca en el manejo del
conflicto con Jerusalén pretendiendo implantar la cultura greco-romana, sin
calcular el arraigo inquebrantable de los judíos hacia sus costumbres y su
segregadora religión.
Adriano
llega a desesperarse por su estado de salud, no tolera la falta de control sobre
su cuerpo y su vida y busca el suicidio; pero al comprobar que uno de sus
médicos prefirió morir antes que darle veneno, decide aceptar su suerte y
pensar que vivió de una manera intensa disfrutando de todos los goces que
podía dar su cuerpo. Era hora de vivir, también con intensidad, sus peores
momentos. Aquella alma juguetona y liviana, tendría que vivir encerrada
soportando estoicamente la fragilidad y decadencia de quien alguna vez fue su
cómplice.
Adriano
sufrió probablemente de una afección cardíaca. Muere en su villa de Tibor -actualmente Tivoli- de la cual, todavía se conservan las ruinas. Su mausoleo fue lo que se
conoce hoy como el Castillo de San Angelo en Roma.